jueves, 29 de octubre de 2015

HASTA QUE LAS ESTRELLAS SE CONGELEN


Su padre cerró el libro y se quedó oliendo las tapas como siempre hacía cuando acababa de leerle un cuento. Le gustaba verle en esa posición: concentrado y con los ojos cerrados, sabiendo que cada historia que le relataba cobraba forma en la habitación al leerla de forma tan apasionada.
            —¿Te ha gustado, bichito? —le preguntó, recostándose contra la silla en la que estaba sentado y observando a su hija con detenimiento.
            Es lo que más le gustaba a ella, el momento de después en el que su padre se interesaba por su opinión. Hacía que el cuento no se quedase en una simple narración, sino en una historia que analizar y que perduraría entre ellos dos para siempre.
            —No me gusta el final —respondió Carla con una mueca de fastidio en el rostro—. ¿Por qué se queda con el campesino? Hubiera vivido en una casa más grande y tenido más juguetes si hubiese elegido al príncipe.
            Vio a su padre reír mientras dejaba el libro en el estante, para después acariciarla el pelo como a ella le gustaba.
            —Porque quería al campesino y se dio cuenta de que era feliz con él —Carla fue a replicar pero su padre continúo hablando—. Algún día descubrirás que eso es lo más importante. Encontrarte con alguien que te haga olvidar todo lo demás.
            —¡Como tú y mamá! —exclamó la niña, feliz de haber entendido la moraleja y proporcionar un buen ejemplo.
            —Exacto, bichito. Por cierto —su papá le miró a los ojos, viendo cómo la sonrisa se tornaba en un gesto serio que le anunciaba que iba a hablarle sobre algo que había hecho mal—. Hoy has discutido con mamá, ¿no?
            —Sí —contestó la niña mirándose las manos con cara de avergonzada—. Ha sido una tontería, papá.
            —Lo sé, cariño.  Pero quiero que me prometas que te llevarás bien con tu madre —el hombre deslizó con ternura un par de dedos por la mejilla de su hija—. Ella te quiere mucho y tú a ella. Debéis permanecer juntas en todos los momentos.
            Carla asintió mientras un sentimiento de tristeza le recorrió el cuerpo al ver cómo su padre le arropaba, sabiendo que era el momento en que se iría.
            —¿Ya me dejas?
            —¿Dejarte? —contestó él, deteniéndose con las manos en la manta y clavando sus ojos en ella—. Me voy pero solo por un rato. Siempre estaré contigo, bichito.
            El ruido del teléfono sonando rompió ese momento entre ellos dos. Carla escuchó a su madre salir de la habitación para ir a cogerlo.
            —¿Me quieres, papá? —preguntó Carla, con los ojos húmedos.
            —Siempre, cariño —contestó su padre, mientras dos lágrimas se deslizaban por su cara—. Hasta que las estrellas se congelen y caigan del cielo.
            Un llanto desgarrador proveniente de la madre de Carla hizo a la niña encogerse y llorar con una tristeza interior que le desgarraba el alma.
            —Te quiero, papá.
            —Y yo a ti —dijo su padre sonriendo, mientras desaparecía de la silla donde estaba sentado—. Cuida de mamá.
            Instantes después, su madre entró en la habitación y se acercó a ella temblando. Cuando vio a su hija llorando se abalanzó sobre ella y se fundieron juntas en un abrazo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

MI COBIJO

(Dedicado a Rebeca y a Morlun)



Me gustaba observarla de lejos, con detenimiento, para no perder ningún detalle de sus gestos.

Salía al atardecer y después de acomodar, como todos los días, la torre de libros que apilaba al borde de la charca formando con ellos una muralla, se arrodillaba frente al agua que rozaba con sus yemas acariciando la superficie como si quisiera limpiar un cristal que le permitiera ver el fondo. Despacio y con sumo cuidado esparcía en el estanque migas de pan que eran engullidas con rapidez por las carpas doradas que allí habitaban.

Una tarde de otoño, igual que la tarde anterior, y la tarde de todos los días, volvió a dispensar las migas, pero esta vez iba acompañada de un muchacho que tímidamente la ayudaba en la tarea.
Vestía traje de cowboy como salido de una fiesta de disfraces, camisa de cuadros, pantalón vaquero y un fajín a la cintura del que colgaba una pistola de madera.

Me sobresaltó la escena por lo poco cotidiana, y como si hubiera estado conteniendo la respiración durante horas, suspiré para recuperar la compostura. Me habían borrado mi rutina, mi costumbre…, me habían robado mi soledad de espectador. Y me miraron.
Sin mediar palabra el chico me sonrió y pude notar un calor afable, lleno de cortesía. Una mueca que irradiaba tranquilidad.

Se levantó y en lo que dura un parpadeo había trepado el muro de libros que atrincheraban el estanque y se dirigía a mi escondite con paso decidido, mientras la mujer sabia desde el interior de la muralla sonreía.

El chico extendió su mano hacía mí y dijo:
_ #CAMINACONMIGO

Noté su abrazo cálido y me convenció el sonido de su voz, así que los dos juntos trepamos de nuevo la pared de letras y pude por fin mirar a los ojos a la mujer.
No sentí nada más que paz, una calma que hacía tiempo no encontraba salvo cuando la observaba al otro lado del muro.
Sin reservas  me precipité al estanque nadando en sus aguas, y como las carpas del estanque, cada atardecer de cada día, aparezco para comer de su mano mientras el chico vestido de cowboy  sonríe a su lado.


Sidrina