LOS HOMBRES QUE ENGAÑARON AL DIABLO
1
Ángel intentó entrar con sumo
cuidado en su hogar. Eran altas horas de la noche, y no quería despertar ni a
su mujer ni a su hija. Demasiado estaban pasando ya como para privarles del
poco descanso que tenían.
Sin
embargo, en cuanto cerró la puerta, pudo oír un ligero movimiento en el salón.
Un tenue bostezo le indicó que Isabel se había quedado esperándole, soportando
las incomodidades del barato sofá que poseían.
—¿Cariño?
—La mujer se levantó; los músculos de su cuerpo se quejaron al estirarse–. Es
muy tarde.
Isabel
encendió la luz del salón. El rostro cansado y derrotado de su marido apareció
ante sus ojos, que ocupaban una cara que no tenía mejor pinta.
—¿Has
podido vender el coche? —preguntó la mujer.
—Sí,
pero por menos de lo que esperaba. —Ángel agachó la cabeza, como un perro
avergonzado—. Por mucho menos. Tenemos para lo necesario este mes; nada más.
Isabel
se sentó a su lado, y le abrazó. Ángel se sintió reconfortado al sentir la
calidez de su esposa. A pesar de ello, no podía dejar de pensar que le había
fallado.
—No
sé qué vamos a hacer el mes que viene —sentenció el hombre.
—Todo
va a salir bien. —A Isabel le dolió más saber que su marido ya no creía en esa
mentira, más que haberla pronunciado.
Ambos
se recostaron en el sofá, abrazados. El estomago de Ángel rugió, pues ya
presentía que iba a ser otra noche que se acostaba sin tener comida en su
interior.
Comenzaron
a estar tan cómodos que la perspectiva de quedarse dormidos se les antojo
apetecible. Justo cuando el sueño empezaba a tocarles, el suave sonido de unos
delgados pies les alertó.
—¿Mami?
¿Papi?
Ángel
alzó la cabeza. La pequeña Marta, con su pijama de estrellitas, le miraba.
—¡Hola,
pequeña! —Ángel golpeó el sofá; la niña entendió el gesto y se sentó a su lado.
—¿Qué
hacéis tan tarde despiertos? –preguntó la cría.
—Tu
madre se ha quedado viendo los dibujos, y la he pillado. —Ángel trató de
sonreír; se había vuelto un experto en la realización de muecas parecidas a
sonrisas.
—¿Y
la vas a castigar, Papi?
—No,
porque ha sido muy buena. Las dos lo habéis sido. ¿Has cenado bien?
—Muy
bien, papi. Me lo he comido todo.
—¡Así
me gusta!
—Papi,
¿cuándo va a estar todo como antes?
Ángel
sintió que su corazón se rompía. Isabel se levantó en dirección al cuarto baño;
no aguantaba que Marta la viese llorar.
—Muy
pronto, cariño. Te prometo que todo volverá a ser como antes.
La
niña sonrió. No tenía razones para no creer a su padre.
2
La desesperación llevó a Ángel
hasta la iglesia más cercana a su casa dos meses después de haber gastado el
dinero ganado con la venta de su coche. Jamás había entrado en una en toda su
vida, pero no perdía nada por probar lo que muchos predicaban, como si fuese la
solución a todos los problemas: rezar.
La
angustia le hizo ponerse de rodillas entre los últimos bancos. La desesperanza
le unió las manos, y le obligó a inclinar la cabeza hasta dar con el respaldo
del banco que tenía frente a él.
—Señor,
yo...
La
oración murió en los labios de Ángel. No sabía qué decir y, en parte, se sentía
algo ridículo. ¿Qué podía manifestar? ¿Que se duchaban en casa de los vecinos?
¿Que buscaban comida en los cubos de basura de los supermercados? ¿Que estaban
a un paso de pedir limosna en la calle?
Intentó
no pensar en su hija, pero hizo todo lo contrario. Estaba arrodillado en una
iglesia por su hija, ni más, ni menos. Haría cualquier cosa por ella. Por su
mujer también, pero Isabel era fuerte, y aguantaría tanto como él. Marta, en
cambio, no.
Ángel
se levantó. Al final, no había podido rezar, y su mente amenazaba con apagarse
durante unas horas; la quietud del lugar propiciaba que alguien con tanto sueño
como él buscase un sitio donde reposar.
Salió
de la iglesia tan vapuleado como había entrado. No se trataba de creer o no
creer, sino que las circunstancias le habían superado tanto que ya no
encontraba consuelo alguno en ninguna parte.
Se
quedó parado antes de bajar unos escalones de piedra. Respiró hondo, gozando de
la frialdad de la noche.
—¿Estás
bien?
Ángel
bajó levemente la mirada. Un hombre con una sucia barba negra, con un cartón de
vino barato en una de sus mugrientas manos, y envuelto en ropa gastada, le
observaba con misterioso interés.
—Un
poco mejor —respondió Ángel, de manera automática.
—Estás
a mil putos kilómetros de encontrarte bien. —El indigente alzó el vino de
saldo.
—No,
gracias, pero... —Tomó el cartón y pegó un buen sorbo; sus tripas se lo
agradecieron.
—Así
se hace, chico. Un cartón de estos cada hora, y se acaban todos los problemas.
—Para demostrarlo, el mendigo se llevó el vino a los labios; la mayoría del
brebaje cayó sobre su barba—. Ahí dentro nadie puede ayudarte.
—No
he pedido ayuda.
—Mejor.
—El vagabundo escrutó los ojos de Ángel—. Creo que yo sí puedo ayudarte.
—¿Tiene
un cheque en blanco por ahí?
—Baja
ese tono conmigo. Te ofrezco mi ayuda. ¿Me vas a escuchar?
Ángel
alzó los hombros. Le daba prácticamente igual.
—Así
me gusta. —Otro sorbo de vino bajó por la garganta del mendigo—. No sé qué te
pasa, pero reconozco esa expresión en tu cara. Es la misma que tenía yo hace
diez años. Hasta que hice un trato con el diablo.
El
cerebro de Ángel quiso poner sus pies en movimiento; el resto del cuerpo se
resistió.
—¿Sabes
qué día es mañana? Mañana es día de difuntos —al indigente parecía que le
habían dado cuerda—. Es el día en el que se puede llamar al Diablo.
—¿A
un demonio?
—¡Al
Diablo en persona! —Varias personas que salían de la iglesia miraron con enfado
el vagabundo—. Se pasea todos los años en ese día. ¡Y ese día cualquiera puede
llamarlo! Puedes hacer un trato con él si le haces gracia.
—Está
usted loco.
—Todos
los que están ahí dentro piden deseos a un hombre mágico que vive en el cielo.
¡Dime quién está más loco! —gruñó el mendigo, indignado.
—¿Hizo
un trato con el diablo y acabó así?
—Le
pedí riquezas, mujeres, y poder. Él me dijo que me lo daría todo, pero que, cuando
fuese desdichado, moriría. —El viejo inspeccionó el cartón de vino—. La vida
que llevaba no me llenaba y acabé así. Irónico, ¿verdad?
Ángel
movió la cabeza negativamente. Debía estar loco para escuchar a un hombre que
apestaba a alcohol a kilómetros y que apenas podía hablar sin arrastrar todas y
cada una de las palabras que salían de su boca.
—Debes
ir a un cruce de caminos. ¡Tienes que hacerlo en un lugar apartado! ¡Lejos de
aquí! Entierras, alrededor de la medianoche, una foto tuya, manchada con tu
propia sangre.
—Y
aparece el Diablo. —Ángel suspiró—. Está usted borracho.
Comenzó
a bajar los escalones de piedra. El mendigo le miró de los pies a la cabeza,
entre confuso e irritado.
—¿Qué
tienes que perder? —preguntó el indigente, su última bala en la recamara.
No
se giró. Las repentinas carcajadas del vagabundo se le pegaron a la espalda,
como una oda a su fracaso.
3
Las manos se clavaron en la
tierra dura y fría. Ángel notó el dolor en sus dedos, pero lo ignoró. Siguió
con su trabajo hasta hacer un buen agujero, lo suficientemente grande como para
no ver lo que iba a enterrar, una vez lo hubiera hecho.
Sacó
de uno de los bolsillos de su pantalón una fotografía. Sus dedos llenos de
tierra y pequeños arañazos tocaron su propio rostro, inmortalizado en el
retrato. Aprovechó un leve hilo de sangre que recorría uno de sus dedos,
provocado por la dureza del suelo, para manchar la foto.
Luego,
puso en el agujero que había hecho, le echó tierra encima, y esperó.
—¿Qué
estás haciendo aquí, hijo?
Ángel
sintió que el corazón intentó salírsele del pecho. Al girarse, pudo observar a
una anciana, cuya expresión afable se acomodaba tras unas redondas gafas de
gruesos cristales.
—Señora,
me ha dado buen susto.
—Algo
apropiado en estos días.
Ángel
dejó escapar una carcajada ante la broma. La mujer no le acompañó.
—¿Se
puede saber qué haces a estas horas, hoy precisamente y aquí solo? –volvió a
preguntar la anciana.
—¡Ah!
Yo... —Ángel no supo qué responder sin parecer un loco—. Paseaba.
—¿No
es muy tarde para pasear? Y está muy alejado de cualquier casa. ¿Dónde vives,
hijo?
—Vengo
de la ciudad. Me viene bien pasear por aquí. —Ángel tuvo en cuenta sus
palabras; hizo memoria para recordar si había visto alguna casa por los
alrededores; cualquier sitio cercando donde pudiese vivir la mujer.
—Es
muy raro que estés aquí para pasear. ¡Y a estas horas! —insistió la señora—.
Hoy es el día de difuntos, hijo. Los espíritus, y cosas peores campan por donde
quieren en esta noche.
La anciana se rió, mostrando su boca llena de
dientes. Ángel observó que los tenía asquerosos; algunos rotos, y otros
parecían empujar de mala forma a sus compañeros.
—Lo sé, pero
tenía que despejarme.
—¿Salir de ese
basurero al que llamas casa? Aprovecha, porque quedan pocos días para que te
quedes sin ella.
Ángel se quedó
paralizado. La vieja le miró, de modo cariñoso, pero ya no podía esconder su
autentica naturaleza.
—¿No es la
verdad? —rió la vieja—. ¿Dónde caerá muerta esa niña que tienes?
La boca de
Ángel se secó. Supo ver en los ojos de la mujer que era algo antiguo, malvado,
y dañino. Había descubierto el disfraz de la anciana, pero sólo porque ella
había querido.
—¿Quién...?
—Vamos.
Podemos evitarnos el siguiente discurso lleno de tópicos, Ángel. —La vieja
avanzó hacia él—. Ya sabes quién soy. Me has llamado porque vas a perder tu
casa. Me has llamado porque le pones a tu hija comida de la basura. Me has
llamado porque tu mujer ha pensado en suicidarse para cobrar el seguro. Me has
llamado porque una asistente social se va a llevar a Marta.
Una oleada de
miedo lanzó a Ángel contra las piedras del horror, desgarrándole la piel,
acariciando sus huesos, y quedándose en su interior. Lo que tenía frente a él
debía ser su imaginación, o la locura que tomaba los mandos de su mente;
simplemente, no podía ser real. No podía existir.
—¿Crees que
todos hacemos ascos a las llamadas? —La anciana unió las manos, en forma de
plegaria—. Él está muy ocupado, pero yo acudo siempre. En especial, estas
noches, y cuando alguien sigue este ritual. ¡Hacía años que nadie me llamaba en
un cruce de caminos!
El hombre
intentó recomponerse. Un temblor nervioso le recorría el cuerpo mientras
trataba de aguantar la mirada a la criatura.
—Si eres de
verdad el Diablo, quiero hacer un trato.
—¡Y lo has
dicho sin tartamudear! —más carcajadas horribles de la vieja—. ¡Estoy orgullosa
de ti! ¿Sabes? La noche de difuntos me trae buenos recuerdos; muchos tratos y
más historias que se han ido diluyendo con el paso del tiempo. A vosotros os
encanta ir transformando las leyendas en algo... diferente.
Ángel tragó
saliva. Había creído que el asunto sería más directo.
—Seguramente
piensas que para qué te cuento todo esto. Verás, te veo dudoso, y me siento
magnánima, así que, voy a darte una oportunidad antes de que podamos hacer
cualquier trato... Más bien, quiero avisarte de lo que puede pasar si —la
anciana esbozó una monstruosa sonrisa— te arrepientes e intentas engañarme.
—N-No se me
ocurriría —tembló Ángel.
—No eres el
primero que lo dice, ni el primero que lo intenta. Muchas leyendas de este día
tienen que ver con gente como tú; desesperados y atormentados con ansias de
saciar sus deseos, apetencias y necesidades. Yo les ofrezco lo que quieren y
luego intentan escabullirse.
—No soy de
esos; lo juro.
—Es curioso
como muchas de mis visitas han acabado implicadas en las fiestas que hacéis
estos días. —La anciana unió las manos, entrelazando los dedos arrugados—. Una
vez conocí a alguien como tú. No me llamó, pero estaba lleno de dudas cuando le
ofrecí lo que más anhelaba. ¿Conoces el juego de coger de un barreño, manzanas
con la boca ?
Ángel asintió.
—Pero no sabes
su historia; el relato empieza con un muchacho indeciso, timorato. Ah, el bueno
de Sam me trae gratos recuerdos...
4
El pueblo en el que vivía Sam
había sido levantado por trabajadores; del primer al último habitante, la
dedicación al oficio que llevaban a cabo era su razón de ser. Trabajaban más de
lo habitual; incluso mientras comían, algunos seguían inmersos en sus faenas.
Quizás esa fuese la razón por la que Sam nunca terminó de encajar con sus
vecinos.
A diferencia
de los demás, Sam no movía un músculo por nada que no fuese conseguir una
manzana y devorarla. Porque, a eso se dedicaban la mayoría de los residentes de
aquella pequeña villa: a cultivar manzanas. Por ello, eran bien conocidos y,
aunque vivían de manera humilde, nunca les faltaba el dinero.
Pero no era gracias
a Sam. El muchacho sólo sabía comer manzanas; al horno, rebozadas, con piel,
sin piel, troceadas, dulces...
Daba igual que
Sam fuese el hijo del alcalde del pueblo. A Sam tampoco le importaban los
comentarios de sus amigos, ni que las chicas no viesen en él más que a un
zángano que nunca conseguiría ser un hombre de verdad.
Sam era feliz
con sus siestas, con sus manzanas y con pasar alguna que otra tarde con sus
amigos degustando, por supuesto, un buen vaso de zumo de manzana.
Todo comenzó
en una de las tranquilas tardes que Sam pasaba en el porche de su casa con sus
amigos. Solían quedarse en el hogar del perezoso muchacho cuando no le apetecía
acudir a la taberna del pueblo. Era algo que acostumbraba a pasar a menudo.
—Creo que
podríamos haber ido a la taberna de Mary —rezongó uno de los chicos.
—Podéis iros;
yo estoy bien aquí —protestó Sam.
—Debes tener
cuidado, Sam —advirtió otro de los chicos—. Mañana es día de difuntos.
—Como todos
los años —respondió Sam, sin darle mayor importancia.
—Es la noche
en la que viene el Diablo. ¡De lo perezoso que eres, seguro que se pasa por
aquí y te coge sin problemas! —bromeó el mismo muchacho.
Los demás
rieron la macabra ocurrencia antes de levantarse y dejar el porche. Sam observó
su marcha, con los párpados a medio cerrar. En cuestión de minutos estaría
dormido de nuevo, con la tripa llena de zumo de manzana y ninguna preocupación.
Todo fue como
siempre hasta el día siguiente, cuando la noche tomó su lugar. Los habitantes
de la villa se afanaban en festejar la noche de los difuntos, con diversos
entretenimientos y actividades. Sam, sin poder resistir su naturaleza remolona,
se quedó en casa, en su amado porche, disfrutando del frescor nocturno.
Tras comer un
par de deliciosas manzanas con caramelo, comenzó a sentirse somnoliento. Justo
cuando el sueño empezó a ganar una batalla nada épica, algo llamó su atención
desde los escalones del porche: una manzana que se movía, al compás del viento.
Sam no le dio
más importancia a la fruta hasta que ésta comenzó a rodar, impulsada por una
mano invisible, hasta los prados que había más allá de su casa. El chico,
sorprendido por el hecho, superó su pereza y siguió a la manzana.
El fruto llevó
al muchacho hasta fuera del pueblo. A mitad de un pedregoso camino, se detuvo,
a los pies de una desgarbada y alta figura oscura, de brazos canijos, y piernas
aún más delgadas.
—Gracias por
traérmela. —El personaje, al que apenas se le veía el rostro por la oscuridad,
tomó la manzana y le dio un enorme mordisco—. Hola, Sam.
—¿Quién eres?
—Un amigo al
que le gustan las manzanas tanto como a ti. He salido a pasear en esta noche,
como hago siempre, y me he pasado a saludarte.
—No
entiendo...
—Vengo a
proponerte algo. —El supuesto hombre señaló hacia una colina cercana; en el
verdor que la dominaba se hallaba un gran manzano, robusto, bello, y dueño de
las manzanas más rojas que Sam hubiese visto nunca—. Ese árbol es muy antiguo,
y necesito que alguien haga algo por mí.
El desconocido
caminó colina arriba. Sam le siguió, con su boca salivando ante los sabrosos
frutos que observaba.
—¿Ves ese
pozo?
Sam asintió al
ver un pequeño agujero en la tierra. Se acercó, intentando ver el fondo, pero
la oscuridad fue lo único que se dejó inspeccionar.
—Necesito que
alguien cuide este árbol todas las noches y que, antes de que salga el sol,
eche tres manzanas al pozo. —La figura acarició el árbol—. Como recompensa,
cada noche podrás coger una manzana y comértela.
—¿Sólo eso por
trabajar toda la noche?
—Veo que tu holgazanería no te
deja ver más allá del bosque. —Una de las manos del misterioso personaje agarró
uno de los frutos del manzano; luego, se lo dio a Sam—. Pruébala.
El chico lo
hizo. Tan sólo tuvo que saborear un par de veces el trozo de manzana en su boca
para entender que no había comido nada igual en su vida. Era como si alguien le
hubiese abierto sentidos que ni siquiera existían.
—Cada día
podrás comerte una. Entiéndelo bien: sólo una. Las otras tres que cojas serán
para el pozo. Es un trato. No intentes engañarme; si no lo cumples me quedaré...
con tu alma. ¿Qué me dices?
Sam asintió,
inconsciente de lo que estaba haciendo, aún con trozos de manzana en los
labios. Tomó la mano del desconocido y la apretó.
—Disfruta del
trabajo —rezó el extraño.
Luego, en un
simple parpadeo, desapareció. Sam, sorprendido ante lo ocurrido, se dirigió
hasta su casa, aunque tentado de coger alguna manzana más.
A la mañana
siguiente, por primera vez en su vida, Sam se levantó antes que su padre.
Quería comprobar que lo de la noche anterior no había sido un sueño y que el
árbol que debía cuidar existía de verdad.
Al llegar a la
colina, vio el manzano, imponente. Sus frutos parecían llamarle pero, cuando
fue a coger uno, recordó el pacto que había hecho con la extraña figura negra y
alargada.
Por la noche,
sin que nadie se enterase, regresó al árbol y, como había prometido, pasó la
noche despierto, vigilándolo, intentando no mirar a las manzanas que pendían de
él. Así, evitaría caer en la tentación de comer alguna.
Cuando los
primeros rayos de luz aparecieron sobre la colina, tomó cuatro manzanas, arrojó
tres de ellas al misterioso pozo, y se apropió de la que quedaba. La comió
apenas sin saborearla, de camino a casa, con una sonrisa de oreja a oreja.
Sam cumplió
con su trabajo durante casi un año. Su carácter holgazán para con el pueblo no
había cambiado, pero nadie se había percatado de que, cada noche, llevaba a
cabo una tarea que ya se le empezaba a hacer pesada.
Un día,
cansado de su mísera recompensa por estar toda la noche despierto, decidió
quedarse con una manzana más. ¿Por qué no? Se lo tenía merecido y no pensaba
que fuese a ser verdad lo de su alma.
Cuando tuvo
que coger las cuatro manzanas, tomó una piedra del mismo tamaño. Arrojó
entonces dos de las frutas al pozo y, junto a ellas, el canto; él se quedó con
las dos manzanas restantes.
Esperó varios
minutos a que pasase algo. Al ver que nada ocurría, sonrió, satisfecho por su
picardía, y volvió a su hogar, devorando las dos manzanas con avidez.
A la noche
siguiente, continuó con su cometido. Todo iba con normalidad, hasta que llegó
el momento de lanzar las manzanas al pozo y llevarse su recompensa. Como había
hecho el día anterior, cogió una piedra, y realizó el mismo engaño.
Justo cuando
se alejaba, con sus dos nuevas frutas, oyó un susurro que salía directamente
del pozo. Asustado, aunque curioso, se acercó al agujero, y prestó atención al
suave sonido.
—Quiero mis
manzanas.
Horrorizado,
Sam fue a retirarse. De improviso, algo salió del pozo a una velocidad pasmosa,
le mordió la cara, y le arrastró hasta las profundidades, en absoluto silencio.
Pasaron los
días, las semanas, los meses y los años, pero nadie volvió a saber de Sam. Hubo
quien descubrió el árbol y el pozo y, al ver las manzanas, pensó que el chico se había caído en el hoyo
de alguna forma estúpida.
5
La anciana ya no estaba. En su
lugar, un niño pelirrojo y con la faz llena de pecas, sonreía a un consternado
Ángel.
—Él no te
llamó —protestó el hombre.
—Pero hizo un
trato conmigo, aunque no entendió del todo las condiciones —replicó el crío—.
Pensó poder engañarme. Aunque, Sam el holgazán era un inconsciente que apenas
sabía qué hacer con su vida. ¿Eres tú así? ¿Otro insensato que no sabe de qué
va esto?
Ángel no
respondió. El fulgor maléfico en los ojos del niño ahogo sus palabras.
—¿O quizás
eres de otro modo? Puede que, en tu interior, se esconda algo más puro, más
mundano. ¿Simple codicia? Sería una sorpresa ver que me has llamado para tu
propio lucro personal. ¡Saborearía ver a tu solitaria familia mientras te
enriqueces!
—Yo no soy
así.
—El ser humano
me ha sorprendido tantas veces, que podría ponerlo en duda. —Un pensamiento
pareció sobrevolar la mente del infante—. ¿Sabes? Hubo otro hombre con el que
traté una noche como hoy. Era malo, sí, pero aún más tramposo; tanto lo era que
decidí visitarle para comprobar tamaño logro. ¿Conoces la historia que hay tras
las calabazas que los niños preparan para usar de linternas?
Ángel negó con
la cabeza.
—Oh, yo te
contaré la historia de mi buen amigo Jack.
6
Existió una vez un hombre tan
astuto y habilidoso que su fama no se quedó sólo en el pueblo en el que vivía,
sino que traspasó las fronteras de la humilde villa y aterrizó en las
localidades vecinas. Jack era el nombre del afortunado que poseía el don de
ganar a las cartas a cualquiera que se cruzase en su camino.
Muchos fueron
los que cayeron ante sus hábiles estratagemas. Apuesta tras apuesta se
enriqueció de tal manera que hubiese podido comprar su pueblo, aunque todo se
lo acababa gastando en bebida.
Sin embargo,
Jack no era invencible. Cuando no lograba ganar gracias a su destreza, empleaba
las más inteligentes trampas. Nadie sabía que las hacía, por lo que su fama fue
creciendo y creciendo, al igual que los litros de cerveza que consumía cada
noche, después de cada partida.
Ya fuese el
destino, o la simple suerte, la misma noche de difuntos, Jack se encontraba
bebiendo, cercana la medianoche, en la taberna que solía concurrir, acompañado
por algunos de los habituales. La bebida ya le había alcanzado la cabeza, y
apenas si sabía lo que sus labios articulaban.
—Deberías irte
a casa ya, Jack —le invitó el dueño del local.
El jugador de
cartas le miró con aires de superioridad, y soltó una carcajada despectiva. Era
algo habitual en él.
—Nadie me dice
lo que debo hacer. ¡Soy Jack! ¡El mejor jugador de todos! ¿Cuántas veces te he
llenado este tugurio gracias a mi grandeza?
El tabernero
movió la cabeza de un lado a otro, sin hacerle demasiado caso.
—¡Nadie puede desafiarme!
Y quien lo haga... —Jack tomó un trago de su cerveza—. ¡Me pagará el bebercio!
—¿Podrías
ganar a cualquiera? –preguntó uno de los asiduos.
—¡Podría ganar
a las cartas al mismo Diablo! ¡Así lo señalo!
Una vez hubo
acabado de beber, salió del establecimiento, dispuesto a llegar a su casa y
dormir la borrachera que se había ganado.
Por el
solitario camino de tierra que conducía a su hogar, se cruzó con un extraño
hombre. Era muy alto, delgado como una espiga, y caminaba dando grandes
zancadas. Iba vestido todo de negro y se cubría el rostro con una capucha.
Jack sintió un
repentino estremecimiento que amenazó con alejar los efectos del alcohol y
empujar sus piernas para que fuesen más rápidamente. Para su sorpresa e
inquietud, al volver la vista hacia atrás, pudo contemplar cómo el raro
personaje empezaba a seguirle.
En pocos
minutos, Jack llegó a su casa, atrancó la puerta, y se metió en la cama. Sin
embargo, no pudo pegar ojo, pues sentía que el hombre le había seguido y le
observaba desde el exterior de su hogar.
Efectivamente,
cuando dejó la cama, y observó por la ventana, pudo ver al singular caminante.
Se encontraba de pie, frente a la vivienda, sin hacer un solo movimiento,
aunque estaba claro que le había visto.
Jack, a pesar
del miedo, intentó no darle importancia. Se acostó de nuevo, pero seguía sin
poder dormir, así que, volvió a levantarse y a mirar por la ventana: el
desconocido seguía en el mismo lugar.
La curiosidad
venció al terror. Salió al exterior y se encaró con la figura.
—¿Quién eres y
qué haces aquí? ¿Por qué me acosas?
—Esta noche me
has llamado, Jack —dijo el extraño haciendo una reverencia—. Soy el Diablo. He
venido a jugar a las cartas contigo.
—¿Por qué iba
el Diablo a salir del Infierno para jugar a las cartas conmigo?
—No seas
arrogante, Jack. Suelo pasear en la noche de difuntos por la tierra de los
hombres, y te escuché. ¿Eres lo bastante bueno a las cartas como para jugar
conmigo?
—¿Qué ocurrirá
si gano?
—Si ganas, te
concederé cualquier cosa. Si pierdes, me quedaré con tu alma. —El Diablo estiró
una mano, invitando a Jack a estrecharla.
La idea de
negar el ofrecimiento macabro cruzó la mente de Jack. Sólo duró un instante y
no consiguió nada.
—De acuerdo
—dijo Jack estrechando la mano—. Espera aquí. Tengo que arreglar mi casa y
ponerme algo adecuado para vestir.
El Diablo
asintió. En realidad, Jack pensaba asegurarse la victoria colocando trampas en
las cartas con las que iban a jugar y en la mesa que usarían para la partida.
Una vez hubo
acabado de preparar sus engaños, invitó al Diablo a entrar. Ambos se sentaron
alrededor de la mesa del salón, dispuestos a jugar por el suculento premio que
les esperaba. Jack sonrió por dentro al comprobar que su rival no sospechó
nada.
Conforme fue
avanzando el juego, la confianza de Jack fue decreciendo. Veía, atónito, como
su terrorífico invitado le ganaba mano tras mano.
Entonces, Jack
comenzó a recurrir a las trampas y las tornas se cambiaron. El estafador veía
cada vez más cerca su premio. Intentaba disimular su alegría, una tarea que,
poco a poco, se volvía imposible.
Se encontraban
en la última partida cuando el Diablo dejó sus cartas encima de la mesa,
enseñando cuáles eran. Jack, sorprendido ante el hecho, pensó que se había
rendido a la evidencia: él era el mejor.
—Se acabó la
partida, Jack —declaró.
—Entonces he
ganado.
—Has hecho
trampas. —El Diablo mostró las pequeñas marcas que había en las cartas; una de
tantas triquiñuelas por parte de Jack—. ¿Creíste que no me enteraría? Soy el
Príncipe de las Mentiras, Jack.
Antes de que
pudiese huir el tramposo, el Diablo saltó sobre él. Sin dilación, le arrancó la
cabeza, la cual colocó encima de las cartas, sobre la mesa.
—¿Y ahora qué
puedo hacer contigo? —se burló el ser.
7
—¿Entiendes
la historia, Ángel? —preguntó el hombre elegantemente trajeado que había
sustituido al niño pecoso.
—¿No se puede
engañar al Diablo?
—Claro que se
me puede engañar, pero no te aconsejo intentarlo; podrías acabar como el bueno
de Jack. La moraleja es que ser tan arrogante como para pensar en hacer que
caiga en una trampa, es igual de malo que ser un vago insensato.
Una suave
brisa se cruzó entre los dos. Un ligero silencio se levantó.
—Pero tú no
eres nada de eso, no —afirmó el hombre—. Eres un buen hombre que haría
cualquier cosa por su familia. ¿Me equivoco?
—Eso soy.
—No eres la
primera persona honesta que acude a mí. Sinceramente, espero que no seas la
última. —El hombre miró el cielo; después, se acercó a Ángel—. Dime, después de
lo que has escuchado, ¿quieres hacer un pacto conmigo?
Ángel escrutó la mano que
le tendía. Pensó en estrechársela de golpe y acabar con aquello en cuestión de
segundos. Lo importante era su familia, no él. Lo importante era lograr un
acuerdo justo.
No sabía qué
hacer, en realidad.
—¿Tenemos un
trato? –preguntó de nuevo el hombre.
Ángel tragó
saliva.
8
—Cariño,
yo lo veo una tontería.
El chico
arrastró a la joven hasta el interior de la panadería que estaba a punto de
cerrar. Los únicos que quedaban en la cola eran
un hombre gordo y una mujer de mediana edad.
—No podemos
celebrar la noche de difuntos sin ellas, y menos si no las has probado —juró el
muchacho.
—Es que
siempre he creído que ese tipo de tradiciones son una estupidez. Todo el rollo
de las calabazas, las manzanas, los dulces...
—¡Pero están
muy ricas!
—¿Qué os
pongo? —preguntó la panadera en cuanto les llegó el turno.
—¡Un cuarto de
Alas de Ángel! —pidió el chico.
—Buena
elección, hijo —comentó una anciana que estaba tras ellos; no la habían visto
llegar—. No es ninguna tontería, hija.
La vieja
observó los dulces con forma de alas, y sonrió de manera siniestra.
—Están deliciosas
y tienen una historia detrás. Como todo en un día como esté. ¿Te la sabes?
La chica negó
con la cabeza.
—Será un
placer contártela.