La niña balanceaba los pies
sentada en la silla, con cara de aburrimiento y paseando la mirada por enésima
vez alrededor. Junto a ella, su madre se miraba las uñas con parsimonia,
frotándose de vez en cuando alguna para eliminar imperfecciones apenas perceptibles.
Todas las sillas de la sala estaban ocupadas por un gran
número de personas que esperaban a su turno para entrar en la estancia del
fondo, donde de vez en cuando una enfermera con voz de pito salía y gritaba el
nombre del siguiente a quien le tocase. Diversos carteles decoraban las paredes
de la sala de espera, uno de ellos destacando entre todos, ya que mostraba el
motivo por el que la gente estaba allí congregada a la espera de ser atendido.
Kasey miró fijamente dicho cartel, en el cual una niña rubia de sonrisa
radiante mostraba su brazo derecho con la camiseta arremangada, encontrándose
junto a ella un doctor de sonrisa aún más radiante si cabe con una jeringuilla
en la mano, cuya aguja se encontraba introduciéndose en la piel de la niña.
—Para, Kasey —su madre le posó una mano sobre ambas
piernas, advirtiéndole con ello de que cejase con el balanceo de las mismas—.
Me estás poniendo nerviosa.
—¿Cuándo nos va a tocar? —preguntó la hija, con una mueca
de fastidio en el rostro.
—Pronto. Así que ten paciencia.
La puerta de la estancia del fondo se abrió, saliendo una
mujer que se presionaba un trozo de algodón sobre el sitio del brazo donde le
habían pinchado. Todos los presentes giraron la cabeza hacia la enfermera que
salió tras ella, con una hoja en la mano en la que tachó algo.
—Michael Rider —entonó la enfermera con su voz
estridente, levantando la cabeza de la hoja y mirando en derredor.
Un hombre de traje se levantó de su silla, con la cara
lívida y secándose el sudor de la frente. Con pasos lentos se dirigió a la
estancia del fondo, cerrándose la puerta cuando él y la enfermera estuvieron
dentro.
—Tengo miedo, mamá —Kasey sentía por dentro ese gusanillo
de nervios que tan poco le gustaba.
Sally cruzó la mirada con una señora mayor que se
encontraba sentada enfrente, quien mostraba una cara de pena por el comentario
de la niña.
—¿Miedo a las agujas, cariño? —dijo Sally, acariciando el
pelo a su hija—. Será un pinchacito de nada. Ni lo vas a notar. Además, yo
también voy a ponerme la inyección y no me ves nerviosa, ¿verdad?
Kasey negó con la cabeza pero no pudo evitar seguir con
ese malestar interno, y más cuando la puerta del fondo volvió a abrirse,
levantándose la señora mayor de enfrente al ser llamada por su nombre.
—¿Y es necesario hacerlo? —preguntó Kasey, esperanzada
ante la posible respuesta de que no tenían que hacerlo.
—Cariño, sabes que sí. No querrás ponerte malita,
¿verdad?
Finalmente, Sally y Kasey se encaminaron a la estancia
cuando les tocó, interponiéndose en su camino la señora mayor que les había
precedido, quien se agachó y, con la punta de los dedos, pellizcó a la niña en
la mejilla.
—No tengas miedo, preciosa. No duele nada.
Sally susurró unas palabras de agradecimiento cuando la
mujer se irguió de nuevo y se puso a su altura, mirándose fugazmente a los ojos
hasta que la señora abandonó la sala con prisas.
Una vez dentro, un médico afable les recibió tras una
mesa desvencijada de madera sobre la que descansaban varios viales de líquido
azul.
—Bueno, Kasey. Sé que ayudarás a tu madre para que no
salga corriendo al ver la aguja —dijo el médico, mostrando unos dientes
perfectos al sonreír para animar a la pequeña.
—Tengo mucha suerte de tener a mi pequeña heroína
—contestó Sally, mirando a su hija con orgullo y viendo como esta se
tranquilizaba.
La enfermera trajo un par de jeringuillas, las cuales
fueron alimentadas por un vial cada una. Cuando el médico terminó de inyectar a
madre e hija les indicó la siguiente estancia a la que tenían que acudir.
—Muchas gracias por todo, doctor —Sally no pudo evitar
que los ojos se le humedecieran.
—Adiós, Kasey. Has sido muy valiente —el médico revolvió
el pelo de la niña, haciendo un gesto a la enfermera para que les acompañase
afuera y diese paso al siguiente.
Sally caminaba junto a su hija agarrada de la mano,
contemplando a la gente que quedaba por ser atendida. Doblaron un pasillo a la
derecha y llegaron a una doble puerta marrón por la que estaba entrando la
señora mayor que les precedió en la estancia del fondo.
—Tengo un poco de sueño, mamá —Kasey murmuró las
palabras, frotándose los ojos con ambos puños.
—Yo también, mi vida —contestó Sally—. Ahí dentro
podremos descansar, ¿te parece?
Flanquearon la doble puerta y entraron en un espacio
enorme lleno de camas plegables y colchonetas por todos sitios. La sala estaba
abarrotada de personas que se encontraban tumbadas o sentadas con la espalda
apoyada en la pared. El ruido de voces era apenas audible, un mero murmullo que
se iba apagando poco a poco.
Sally se dirigió junto a Kasey a una esquina en la que
había una cama libre. Se tumbaron las dos juntas y mirándose.
—Duerme, mi vida. No me moveré de tu lado.
—Gracias, mamá —contestó la niña en un tono de voz
bajísimo, notando cómo el sueño hacía mella en ella—. Un ratito solo.
Sally lloró cuando su hija se durmió, notando cómo sus
ojos se iban cerrando también por el cansancio. Antes de sucumbir a la
inconsciencia, maldijo para dentro por haber llegado a esa situación. Maldijo a
todos los países del mundo por haber iniciado ese ataque nuclear entre ellos,
dejando el planeta convertido en un erial con imposibilidad de seguir viviendo
en él. Maldijo la estupidez humana y la impotencia de no haber podido dar un
futuro a su hija. Por otra parte, agradeció la iniciativa del Gobierno de
otorgar una forma placentera de acabar con todo, en contraposición de esperar
sentado a que la atmósfera irrespirable acabase con ellas.
Finalmente, Sally se durmió con la mano apoyada en la
mejilla de su hija. Se permitió una última sonrisa por saber que su hija murió
sin sufrir y sin saber.
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