MORLUN

¿QUÉ FUE DE JACK?



Sentado en la mesa más apartada de este tugurio de mala muerte, alzo el vaso y lleno mi garganta con un nuevo trago de esta pestilencia que aquí osan llamar cerveza. Observo por la cristalera cómo el sol de la mañana baña con sus rayos a la gente congregada en el puerto, ansiosos de zarpar o ver partir a sus seres queridos. Tanteo con mis dedos el pasaje que tan secretamente guardo en el bolsillo interior de la chaqueta, protegido de miradas ansiosas y hábiles manos en el arte de robar.
            Una algarabía de voces procedente de una mesa cercana me hace ponerme en alerta. Me relajo cuando veo que se trata de una partida de poker protagonizada por cuatro hombres con aspecto de rateros. En el centro de la mesa, dos pasajes se unen al montón de dinero como premio al ganador de la partida.
            Me recuesto contra la silla sin apartar la vista de todos sitios, mientras castigo a mi cuerpo con un nuevo trago de esta aberrante cerveza. Han pasado ya veinticuatro años desde que conseguí escapar de las putrefactas calles de Londres, esquivando a una fuerza policial que, poco a poco, tensaba el lazo en torno  a mi cuello. No debí cebarme tanto con esa última puta. La gente no es capaz de entender que lo que hice fue un favor a la ciudad, una limpieza de aquello sucio e impuro. Sin embargo, lo único que conseguí fue crear una atmósfera de temor entre las estrechas mentes del populacho. Acuñé el sobrenombre de "Jack El destripador", un mote que no me desagradó y con el que intenté estar a la altura con cada ramera que caía bajo la afilada hoja de mi cuchillo.
            Miro el fondo de mi vaso y no puedo evitar asemejarlo a mi vida en estos últimos años. Años de deambular y vivir entre las sombras en una Inglaterra que se hacía desconocida a mis ojos. La prostitución, el alcohol y el desenfreno eran los dueños de la calle. Un impulso interior me obligaba a actuar, purificando todo ese pecado únicamente con mi voluntad y un buen cuchillo, pero no podía arriesgarme a quedar expuesto y ser juzgado por seres inferiores que no entendían la grandeza de mi obra.
            Tras un tiempo perdido en mi razón de ser, a punto de rozar la locura y el suicidio, una conversación tuvo lugar cerca del callejón donde, hecho una mera sombra de lo que fui, me encontraba agazapado y aterido de frío. Unas palabras acerca de un Nuevo Mundo llamado América, una tierra de oportunidades donde todo era posible. Ese día conseguí trepar por el fango de mi desesperanza y proponerme una nueva meta.
            El potente sonido de la bocina del barco me hace salir de mi ensimismamiento, comprobando que se me ha hecho tarde y que debo darme prisa si quiero subir a bordo. Salgo a la calle y puedo observar a un montón de gente congregada en las cubiertas superiores del barco, alzando las manos y hablando a gritos con los que desde el puerto observan con envidia la marcha de conocidos a una nueva tierra.
            Sonrio de felicidad mientras me encamino a la pasarela, pensando en que en aquella ciudad mágica a la que me dirijo podré empezar mi obra de nuevo ante gente que no mire con desprecio el resultado, sino que lo alabe y entienda. Sí, Nueva York será donde renazca. Y este precioso y enorme barco me llevará allí.
            Con un último paso me introduzco en el barco y me dirijo a mi camarote a descansar un poco, ansioso de que el "Titanic" ponga rumbo a mi nueva vida.




HASTA QUE LAS ESTRELLAS SE CONGELEN


Su padre cerró el libro y se quedó oliendo las tapas como siempre hacía cuando acababa de leerle un cuento. Le gustaba verle en esa posición: concentrado y con los ojos cerrados, sabiendo que cada historia que le relataba cobraba forma en la habitación al leerla de forma tan apasionada.
            —¿Te ha gustado, bichito? —le preguntó, recostándose contra la silla en la que estaba sentado y observando a su hija con detenimiento.
            Es lo que más le gustaba a ella, el momento de después en el que su padre se interesaba por su opinión. Hacía que el cuento no se quedase en una simple narración, sino en una historia que analizar y que perduraría entre ellos dos para siempre.
            —No me gusta el final —respondió Carla con una mueca de fastidio en el rostro—. ¿Por qué se queda con el campesino? Hubiera vivido en una casa más grande y tenido más juguetes si hubiese elegido al príncipe.
            Vio a su padre reír mientras dejaba el libro en el estante, para después acariciarla el pelo como a ella le gustaba.
            —Porque quería al campesino y se dio cuenta de que era feliz con él —Carla fue a replicar pero su padre continúo hablando—. Algún día descubrirás que eso es lo más importante. Encontrarte con alguien que te haga olvidar todo lo demás.
            —¡Como tú y mamá! —exclamó la niña, feliz de haber entendido la moraleja y proporcionar un buen ejemplo.
            —Exacto, bichito. Por cierto —su papá le miró a los ojos, viendo cómo la sonrisa se tornaba en un gesto serio que le anunciaba que iba a hablarle sobre algo que había hecho mal—. Hoy has discutido con mamá, ¿no?
            —Sí —contestó la niña mirándose las manos con cara de avergonzada—. Ha sido una tontería, papá.
            —Lo sé, cariño.  Pero quiero que me prometas que te llevarás bien con tu madre —el hombre deslizó con ternura un par de dedos por la mejilla de su hija—. Ella te quiere mucho y tú a ella. Debéis permanecer juntas en todos los momentos.
            Carla asintió mientras un sentimiento de tristeza le recorrió el cuerpo al ver cómo su padre le arropaba, sabiendo que era el momento en que se iría.
            —¿Ya me dejas?
            —¿Dejarte? —contestó él, deteniéndose con las manos en la manta y clavando sus ojos en ella—. Me voy pero solo por un rato. Siempre estaré contigo, bichito.
            El ruido del teléfono sonando rompió ese momento entre ellos dos. Carla escuchó a su madre salir de la habitación para ir a cogerlo.
            —¿Me quieres, papá? —preguntó Carla, con los ojos húmedos.
            —Siempre, cariño —contestó su padre, mientras dos lágrimas se deslizaban por su cara—. Hasta que las estrellas se congelen y caigan del cielo.
            Un llanto desgarrador proveniente de la madre de Carla hizo a la niña encogerse y llorar con una tristeza interior que le desgarraba el alma.
            —Te quiero, papá.
            —Y yo a ti —dijo su padre sonriendo, mientras desaparecía de la silla donde estaba sentado—. Cuida de mamá.
            Instantes después, su madre entró en la habitación y se acercó a ella temblando. Cuando vio a su hija llorando se abalanzó sobre ella y se fundieron juntas en un abrazo.                                                                                                                     

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