SIDRINA

DELEITÁNDOME



  
Primero me gusta pasar mi mano sobre su piel, siempre húmeda, a veces viscosa como si hubiera salivado por todo su cuerpo.
Mirándo su ojos ya vidriosos pero que todavía guardan el miedo al final, su último aliento, introduzco una hoja bien afilada en sus entrañas y voy marcando una línea recta hacia su garganta.
Despacio, con suavidad, siento como voy cortando la carne.
Es entonces cuando mi mano penetra en su interior y arranco con fuerza sus tripas, los entresijos que un día le hicieron vivir.
Lavo con rapidez mi cuchillo y remojo mis manos para borrar cualquier resquicio de matanza en mi.
Vuelvo a mi tarea, despacio, moviéndo con sumo cuidado la cuchilla para liberar la piel de su carne, por todo su cuerpo..., así, de un lado a otro rasgando su identidad.
Es acabando cuando lo enjuago con minuciosidad, que no vea ninguna hebra de hilo sanguinolento. Que esté tan puro que cuando mastique un trozo de su carne sienta el placer de comerme la vida.
Algunas veces extraigo sus ojos, mis dedos juegan en su boca mientras agarro el globo ocular y lo saco con fuerza. Luego con un machete parto su cabeza en dos.
Acabo mi trabajo...
La Señora Pepa ha tenido suerte, le he limpiado la mejor pieza del mercado.
Tendrá un buen salmón para su cena de Nochebuena.






MI COBIJO







Me gustaba observarla de lejos, con detenimiento, para no perder ningún detalle de sus gestos.

Salía al atardecer y después de acomodar, como todos los días, la torre de libros que apilaba al borde de la charca formando con ellos una muralla, se arrodillaba frente al agua que rozaba con sus yemas acariciando la superficie como si quisiera limpiar un cristal que le permitiera ver el fondo. Despacio y con sumo cuidado esparcía en el estanque migas de pan que eran engullidas con rapidez por las carpas doradas que allí habitaban.

Una tarde de otoño, igual que la tarde anterior, y la tarde de todos los días, volvió a dispensar las migas, pero esta vez iba acompañada de un muchacho que tímidamente la ayudaba en la tarea.
Vestía traje de cowboy como salido de una fiesta de disfraces, camisa de cuadros, pantalón vaquero y un fajín a la cintura del que colgaba una pistola de madera.

Me sobresaltó la escena por lo poco cotidiana, y como si hubiera estado conteniendo la respiración durante horas, suspiré para recuperar la compostura. Me habían borrado mi rutina, mi costumbre…, me habían robado mi soledad de espectador. Y me miraron.
Sin mediar palabra el chico me sonrió y pude notar un calor afable, lleno de cortesía. Una mueca que irradiaba tranquilidad.

Se levantó y en lo que dura un parpadeo había trepado el muro de libros que atrincheraban el estanque y se dirigía a mi escondite con paso decidido, mientras la mujer sabia desde el interior de la muralla sonreía.

El chico extendió su mano hacía mí y dijo:
#CAMINACONMIGO

Noté su abrazo cálido y me convenció el sonido de su voz, así que los dos juntos trepamos de nuevo la pared de letras y pude por fin mirar a los ojos a la mujer.
No sentí nada más que paz, una calma que hacía tiempo no encontraba salvo cuando la observaba al otro lado del muro.
Sin reservas  me precipité al estanque nadando en sus aguas, y como las carpas del estanque, cada atardecer de cada día, aparezco para comer de su mano mientras el chico vestido de cowboy  sonríe a su lado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario