viernes, 8 de enero de 2016

RELATO DE TONY JIMÉNEZ






  


LOS HOMBRES QUE ENGAÑARON AL DIABLO


                                                                          
                                                                            1

Ángel intentó entrar con sumo cuidado en su hogar. Eran altas horas de la noche, y no quería despertar ni a su mujer ni a su hija. Demasiado estaban pasando ya como para privarles del poco descanso que tenían.
            Sin embargo, en cuanto cerró la puerta, pudo oír un ligero movimiento en el salón. Un tenue bostezo le indicó que Isabel se había quedado esperándole, soportando las incomodidades del barato sofá que poseían.
            —¿Cariño? —La mujer se levantó; los músculos de su cuerpo se quejaron al estirarse–. Es muy tarde.
            Isabel encendió la luz del salón. El rostro cansado y derrotado de su marido apareció ante sus ojos, que ocupaban una cara que no tenía mejor pinta.
            —¿Has podido vender el coche? —preguntó la mujer.
            —Sí, pero por menos de lo que esperaba. —Ángel agachó la cabeza, como un perro avergonzado—. Por mucho menos. Tenemos para lo necesario este mes; nada más.
            Isabel se sentó a su lado, y le abrazó. Ángel se sintió reconfortado al sentir la calidez de su esposa. A pesar de ello, no podía dejar de pensar que le había fallado.
            —No sé qué vamos a hacer el mes que viene —sentenció el hombre.
            —Todo va a salir bien. —A Isabel le dolió más saber que su marido ya no creía en esa mentira, más que haberla pronunciado.
            Ambos se recostaron en el sofá, abrazados. El estomago de Ángel rugió, pues ya presentía que iba a ser otra noche que se acostaba sin tener comida en su interior.
            Comenzaron a estar tan cómodos que la perspectiva de quedarse dormidos se les antojo apetecible. Justo cuando el sueño empezaba a tocarles, el suave sonido de unos delgados pies les alertó.
            —¿Mami? ¿Papi?
            Ángel alzó la cabeza. La pequeña Marta, con su pijama de estrellitas, le miraba.
            —¡Hola, pequeña! —Ángel golpeó el sofá; la niña entendió el gesto y se sentó a su lado.
            —¿Qué hacéis tan tarde despiertos? –preguntó la cría.
            —Tu madre se ha quedado viendo los dibujos, y la he pillado. —Ángel trató de sonreír; se había vuelto un experto en la realización de muecas parecidas a sonrisas.
            —¿Y la vas a castigar, Papi?
            —No, porque ha sido muy buena. Las dos lo habéis sido. ¿Has cenado bien?
            —Muy bien, papi. Me lo he comido todo.
            —¡Así me gusta!
            —Papi, ¿cuándo va a estar todo como antes?
            Ángel sintió que su corazón se rompía. Isabel se levantó en dirección al cuarto baño; no aguantaba que Marta la viese llorar.
            —Muy pronto, cariño. Te prometo que todo volverá a ser como antes.
            La niña sonrió. No tenía razones para no creer a su padre.


                                                                       2

La desesperación llevó a Ángel hasta la iglesia más cercana a su casa dos meses después de haber gastado el dinero ganado con la venta de su coche. Jamás había entrado en una en toda su vida, pero no perdía nada por probar lo que muchos predicaban, como si fuese la solución a todos los problemas: rezar.
            La angustia le hizo ponerse de rodillas entre los últimos bancos. La desesperanza le unió las manos, y le obligó a inclinar la cabeza hasta dar con el respaldo del banco que tenía frente a él.
            —Señor, yo...
            La oración murió en los labios de Ángel. No sabía qué decir y, en parte, se sentía algo ridículo. ¿Qué podía manifestar? ¿Que se duchaban en casa de los vecinos? ¿Que buscaban comida en los cubos de basura de los supermercados? ¿Que estaban a un paso de pedir limosna en la calle?
            Intentó no pensar en su hija, pero hizo todo lo contrario. Estaba arrodillado en una iglesia por su hija, ni más, ni menos. Haría cualquier cosa por ella. Por su mujer también, pero Isabel era fuerte, y aguantaría tanto como él. Marta, en cambio, no.
            Ángel se levantó. Al final, no había podido rezar, y su mente amenazaba con apagarse durante unas horas; la quietud del lugar propiciaba que alguien con tanto sueño como él buscase un sitio donde reposar.
            Salió de la iglesia tan vapuleado como había entrado. No se trataba de creer o no creer, sino que las circunstancias le habían superado tanto que ya no encontraba consuelo alguno en ninguna parte.
            Se quedó parado antes de bajar unos escalones de piedra. Respiró hondo, gozando de la frialdad de la noche.
            —¿Estás bien?
            Ángel bajó levemente la mirada. Un hombre con una sucia barba negra, con un cartón de vino barato en una de sus mugrientas manos, y envuelto en ropa gastada, le observaba con misterioso interés.
            —Un poco mejor —respondió Ángel, de manera automática.
            —Estás a mil putos kilómetros de encontrarte bien. —El indigente alzó el vino de saldo.
            —No, gracias, pero... —Tomó el cartón y pegó un buen sorbo; sus tripas se lo agradecieron.
            —Así se hace, chico. Un cartón de estos cada hora, y se acaban todos los problemas. —Para demostrarlo, el mendigo se llevó el vino a los labios; la mayoría del brebaje cayó sobre su barba—. Ahí dentro nadie puede ayudarte.
            —No he pedido ayuda.
            —Mejor. —El vagabundo escrutó los ojos de Ángel—. Creo que yo sí puedo ayudarte.
            —¿Tiene un cheque en blanco por ahí?
            —Baja ese tono conmigo. Te ofrezco mi ayuda. ¿Me vas a escuchar?
            Ángel alzó los hombros. Le daba prácticamente igual.
            —Así me gusta. —Otro sorbo de vino bajó por la garganta del mendigo—. No sé qué te pasa, pero reconozco esa expresión en tu cara. Es la misma que tenía yo hace diez años. Hasta que hice un trato con el diablo.
            El cerebro de Ángel quiso poner sus pies en movimiento; el resto del cuerpo se resistió.
            —¿Sabes qué día es mañana? Mañana es día de difuntos —al indigente parecía que le habían dado cuerda—. Es el día en el que se puede llamar al Diablo.
            —¿A un demonio?
            —¡Al Diablo en persona! —Varias personas que salían de la iglesia miraron con enfado el vagabundo—. Se pasea todos los años en ese día. ¡Y ese día cualquiera puede llamarlo! Puedes hacer un trato con él si le haces gracia.
            —Está usted loco.
            —Todos los que están ahí dentro piden deseos a un hombre mágico que vive en el cielo. ¡Dime quién está más loco! —gruñó el mendigo, indignado.
            —¿Hizo un trato con el diablo y acabó así?
            —Le pedí riquezas, mujeres, y poder. Él me dijo que me lo daría todo, pero que, cuando fuese desdichado, moriría. —El viejo inspeccionó el cartón de vino—. La vida que llevaba no me llenaba y acabé así. Irónico, ¿verdad?
            Ángel movió la cabeza negativamente. Debía estar loco para escuchar a un hombre que apestaba a alcohol a kilómetros y que apenas podía hablar sin arrastrar todas y cada una de las palabras que salían de su boca.
            —Debes ir a un cruce de caminos. ¡Tienes que hacerlo en un lugar apartado! ¡Lejos de aquí! Entierras, alrededor de la medianoche, una foto tuya, manchada con tu propia sangre.
            —Y aparece el Diablo. —Ángel suspiró—. Está usted borracho.
            Comenzó a bajar los escalones de piedra. El mendigo le miró de los pies a la cabeza, entre confuso e irritado.
            —¿Qué tienes que perder? —preguntó el indigente, su última bala en la recamara.
            No se giró. Las repentinas carcajadas del vagabundo se le pegaron a la espalda, como una oda a su fracaso.


                                                                       3

Las manos se clavaron en la tierra dura y fría. Ángel notó el dolor en sus dedos, pero lo ignoró. Siguió con su trabajo hasta hacer un buen agujero, lo suficientemente grande como para no ver lo que iba a enterrar, una vez lo hubiera hecho.
            Sacó de uno de los bolsillos de su pantalón una fotografía. Sus dedos llenos de tierra y pequeños arañazos tocaron su propio rostro, inmortalizado en el retrato. Aprovechó un leve hilo de sangre que recorría uno de sus dedos, provocado por la dureza del suelo, para manchar la foto.
            Luego, puso en el agujero que había hecho, le echó tierra encima, y esperó.
            —¿Qué estás haciendo aquí, hijo?
            Ángel sintió que el corazón intentó salírsele del pecho. Al girarse, pudo observar a una anciana, cuya expresión afable se acomodaba tras unas redondas gafas de gruesos cristales.
            —Señora, me ha dado buen susto.
            —Algo apropiado en estos días.
            Ángel dejó escapar una carcajada ante la broma. La mujer no le acompañó.
            —¿Se puede saber qué haces a estas horas, hoy precisamente y aquí solo? –volvió a preguntar la anciana.
            —¡Ah! Yo... —Ángel no supo qué responder sin parecer un loco—. Paseaba.
            —¿No es muy tarde para pasear? Y está muy alejado de cualquier casa. ¿Dónde vives, hijo?
            —Vengo de la ciudad. Me viene bien pasear por aquí. —Ángel tuvo en cuenta sus palabras; hizo memoria para recordar si había visto alguna casa por los alrededores; cualquier sitio cercando donde pudiese vivir la mujer.
            —Es muy raro que estés aquí para pasear. ¡Y a estas horas! —insistió la señora—. Hoy es el día de difuntos, hijo. Los espíritus, y cosas peores campan por donde quieren en esta noche.
 La anciana se rió, mostrando su boca llena de dientes. Ángel observó que los tenía asquerosos; algunos rotos, y otros parecían empujar de mala forma a sus compañeros.
—Lo sé, pero tenía que despejarme.
—¿Salir de ese basurero al que llamas casa? Aprovecha, porque quedan pocos días para que te quedes sin ella.
Ángel se quedó paralizado. La vieja le miró, de modo cariñoso, pero ya no podía esconder su autentica naturaleza.
—¿No es la verdad? —rió la vieja—. ¿Dónde caerá muerta esa niña que tienes?
La boca de Ángel se secó. Supo ver en los ojos de la mujer que era algo antiguo, malvado, y dañino. Había descubierto el disfraz de la anciana, pero sólo porque ella había querido.
—¿Quién...?
—Vamos. Podemos evitarnos el siguiente discurso lleno de tópicos, Ángel. —La vieja avanzó hacia él—. Ya sabes quién soy. Me has llamado porque vas a perder tu casa. Me has llamado porque le pones a tu hija comida de la basura. Me has llamado porque tu mujer ha pensado en suicidarse para cobrar el seguro. Me has llamado porque una asistente social se va a llevar a Marta.
Una oleada de miedo lanzó a Ángel contra las piedras del horror, desgarrándole la piel, acariciando sus huesos, y quedándose en su interior. Lo que tenía frente a él debía ser su imaginación, o la locura que tomaba los mandos de su mente; simplemente, no podía ser real. No podía existir.
—¿Crees que todos hacemos ascos a las llamadas? —La anciana unió las manos, en forma de plegaria—. Él está muy ocupado, pero yo acudo siempre. En especial, estas noches, y cuando alguien sigue este ritual. ¡Hacía años que nadie me llamaba en un cruce de caminos!
El hombre intentó recomponerse. Un temblor nervioso le recorría el cuerpo mientras trataba de aguantar la mirada a la criatura.
—Si eres de verdad el Diablo, quiero hacer un trato.
—¡Y lo has dicho sin tartamudear! —más carcajadas horribles de la vieja—. ¡Estoy orgullosa de ti! ¿Sabes? La noche de difuntos me trae buenos recuerdos; muchos tratos y más historias que se han ido diluyendo con el paso del tiempo. A vosotros os encanta ir transformando las leyendas en algo... diferente.
Ángel tragó saliva. Había creído que el asunto sería más directo.
—Seguramente piensas que para qué te cuento todo esto. Verás, te veo dudoso, y me siento magnánima, así que, voy a darte una oportunidad antes de que podamos hacer cualquier trato... Más bien, quiero avisarte de lo que puede pasar si —la anciana esbozó una monstruosa sonrisa— te arrepientes e intentas engañarme.
—N-No se me ocurriría —tembló Ángel.
—No eres el primero que lo dice, ni el primero que lo intenta. Muchas leyendas de este día tienen que ver con gente como tú; desesperados y atormentados con ansias de saciar sus deseos, apetencias y necesidades. Yo les ofrezco lo que quieren y luego intentan escabullirse.
—No soy de esos; lo juro.
—Es curioso como muchas de mis visitas han acabado implicadas en las fiestas que hacéis estos días. —La anciana unió las manos, entrelazando los dedos arrugados—. Una vez conocí a alguien como tú. No me llamó, pero estaba lleno de dudas cuando le ofrecí lo que más anhelaba. ¿Conoces el juego de coger de un barreño, manzanas con la boca ?
Ángel asintió.
—Pero no sabes su historia; el relato empieza con un muchacho indeciso, timorato. Ah, el bueno de Sam me trae gratos recuerdos...

                                              
                                                           4

El pueblo en el que vivía Sam había sido levantado por trabajadores; del primer al último habitante, la dedicación al oficio que llevaban a cabo era su razón de ser. Trabajaban más de lo habitual; incluso mientras comían, algunos seguían inmersos en sus faenas. Quizás esa fuese la razón por la que Sam nunca terminó de encajar con sus vecinos.
A diferencia de los demás, Sam no movía un músculo por nada que no fuese conseguir una manzana y devorarla. Porque, a eso se dedicaban la mayoría de los residentes de aquella pequeña villa: a cultivar manzanas. Por ello, eran bien conocidos y, aunque vivían de manera humilde, nunca les faltaba el dinero.
Pero no era gracias a Sam. El muchacho sólo sabía comer manzanas; al horno, rebozadas, con piel, sin piel, troceadas, dulces...
Daba igual que Sam fuese el hijo del alcalde del pueblo. A Sam tampoco le importaban los comentarios de sus amigos, ni que las chicas no viesen en él más que a un zángano que nunca conseguiría ser un hombre de verdad.
Sam era feliz con sus siestas, con sus manzanas y con pasar alguna que otra tarde con sus amigos degustando, por supuesto, un buen vaso de zumo de manzana.
Todo comenzó en una de las tranquilas tardes que Sam pasaba en el porche de su casa con sus amigos. Solían quedarse en el hogar del perezoso muchacho cuando no le apetecía acudir a la taberna del pueblo. Era algo que acostumbraba a pasar a menudo.
—Creo que podríamos haber ido a la taberna de Mary —rezongó uno de los chicos.
—Podéis iros; yo estoy bien aquí —protestó Sam.
—Debes tener cuidado, Sam —advirtió otro de los chicos—. Mañana es día de difuntos.
—Como todos los años —respondió Sam, sin darle mayor importancia.
—Es la noche en la que viene el Diablo. ¡De lo perezoso que eres, seguro que se pasa por aquí y te coge sin problemas! —bromeó el mismo muchacho.
Los demás rieron la macabra ocurrencia antes de levantarse y dejar el porche. Sam observó su marcha, con los párpados a medio cerrar. En cuestión de minutos estaría dormido de nuevo, con la tripa llena de zumo de manzana y ninguna preocupación.
Todo fue como siempre hasta el día siguiente, cuando la noche tomó su lugar. Los habitantes de la villa se afanaban en festejar la noche de los difuntos, con diversos entretenimientos y actividades. Sam, sin poder resistir su naturaleza remolona, se quedó en casa, en su amado porche, disfrutando del frescor nocturno.
Tras comer un par de deliciosas manzanas con caramelo, comenzó a sentirse somnoliento. Justo cuando el sueño empezó a ganar una batalla nada épica, algo llamó su atención desde los escalones del porche: una manzana que se movía, al compás del viento.
Sam no le dio más importancia a la fruta hasta que ésta comenzó a rodar, impulsada por una mano invisible, hasta los prados que había más allá de su casa. El chico, sorprendido por el hecho, superó su pereza y siguió a la manzana.
El fruto llevó al muchacho hasta fuera del pueblo. A mitad de un pedregoso camino, se detuvo, a los pies de una desgarbada y alta figura oscura, de brazos canijos, y piernas aún más delgadas.
—Gracias por traérmela. —El personaje, al que apenas se le veía el rostro por la oscuridad, tomó la manzana y le dio un enorme mordisco—. Hola, Sam.
—¿Quién eres?
—Un amigo al que le gustan las manzanas tanto como a ti. He salido a pasear en esta noche, como hago siempre, y me he pasado a saludarte.
—No entiendo...
—Vengo a proponerte algo. —El supuesto hombre señaló hacia una colina cercana; en el verdor que la dominaba se hallaba un gran manzano, robusto, bello, y dueño de las manzanas más rojas que Sam hubiese visto nunca—. Ese árbol es muy antiguo, y necesito que alguien haga algo por mí.
El desconocido caminó colina arriba. Sam le siguió, con su boca salivando ante los sabrosos frutos que observaba.
—¿Ves ese pozo?
Sam asintió al ver un pequeño agujero en la tierra. Se acercó, intentando ver el fondo, pero la oscuridad fue lo único que se dejó inspeccionar.
—Necesito que alguien cuide este árbol todas las noches y que, antes de que salga el sol, eche tres manzanas al pozo. —La figura acarició el árbol—. Como recompensa, cada noche podrás coger una manzana y comértela.
—¿Sólo eso por trabajar toda la noche?
            —Veo que tu holgazanería no te deja ver más allá del bosque. —Una de las manos del misterioso personaje agarró uno de los frutos del manzano; luego, se lo dio a Sam—. Pruébala.
El chico lo hizo. Tan sólo tuvo que saborear un par de veces el trozo de manzana en su boca para entender que no había comido nada igual en su vida. Era como si alguien le hubiese abierto sentidos que ni siquiera existían.
—Cada día podrás comerte una. Entiéndelo bien: sólo una. Las otras tres que cojas serán para el pozo. Es un trato. No intentes engañarme; si no lo cumples me quedaré... con tu alma. ¿Qué me dices?
Sam asintió, inconsciente de lo que estaba haciendo, aún con trozos de manzana en los labios. Tomó la mano del desconocido y la apretó.
—Disfruta del trabajo —rezó el extraño.
Luego, en un simple parpadeo, desapareció. Sam, sorprendido ante lo ocurrido, se dirigió hasta su casa, aunque tentado de coger alguna manzana más.
A la mañana siguiente, por primera vez en su vida, Sam se levantó antes que su padre. Quería comprobar que lo de la noche anterior no había sido un sueño y que el árbol que debía cuidar existía de verdad.
Al llegar a la colina, vio el manzano, imponente. Sus frutos parecían llamarle pero, cuando fue a coger uno, recordó el pacto que había hecho con la extraña figura negra y alargada.
Por la noche, sin que nadie se enterase, regresó al árbol y, como había prometido, pasó la noche despierto, vigilándolo, intentando no mirar a las manzanas que pendían de él. Así, evitaría caer en la tentación de comer alguna.
Cuando los primeros rayos de luz aparecieron sobre la colina, tomó cuatro manzanas, arrojó tres de ellas al misterioso pozo, y se apropió de la que quedaba. La comió apenas sin saborearla, de camino a casa, con una sonrisa de oreja a oreja.
Sam cumplió con su trabajo durante casi un año. Su carácter holgazán para con el pueblo no había cambiado, pero nadie se había percatado de que, cada noche, llevaba a cabo una tarea que ya se le empezaba a hacer pesada.
Un día, cansado de su mísera recompensa por estar toda la noche despierto, decidió quedarse con una manzana más. ¿Por qué no? Se lo tenía merecido y no pensaba que fuese a ser verdad lo de su alma.
Cuando tuvo que coger las cuatro manzanas, tomó una piedra del mismo tamaño. Arrojó entonces dos de las frutas al pozo y, junto a ellas, el canto; él se quedó con las dos manzanas restantes.
Esperó varios minutos a que pasase algo. Al ver que nada ocurría, sonrió, satisfecho por su picardía, y volvió a su hogar, devorando las dos manzanas con avidez.
A la noche siguiente, continuó con su cometido. Todo iba con normalidad, hasta que llegó el momento de lanzar las manzanas al pozo y llevarse su recompensa. Como había hecho el día anterior, cogió una piedra, y realizó el mismo engaño.
Justo cuando se alejaba, con sus dos nuevas frutas, oyó un susurro que salía directamente del pozo. Asustado, aunque curioso, se acercó al agujero, y prestó atención al suave sonido.
—Quiero mis manzanas.
Horrorizado, Sam fue a retirarse. De improviso, algo salió del pozo a una velocidad pasmosa, le mordió la cara, y le arrastró hasta las profundidades, en absoluto silencio.
Pasaron los días, las semanas, los meses y los años, pero nadie volvió a saber de Sam. Hubo quien descubrió el árbol y el pozo y, al ver las manzanas,  pensó que el chico se había caído en el hoyo de alguna forma estúpida.


                                                           5

La anciana ya no estaba. En su lugar, un niño pelirrojo y con la faz llena de pecas, sonreía a un consternado Ángel.
—Él no te llamó —protestó el hombre.
—Pero hizo un trato conmigo, aunque no entendió del todo las condiciones —replicó el crío—. Pensó poder engañarme. Aunque, Sam el holgazán era un inconsciente que apenas sabía qué hacer con su vida. ¿Eres tú así? ¿Otro insensato que no sabe de qué va esto?
Ángel no respondió. El fulgor maléfico en los ojos del niño ahogo sus palabras.
—¿O quizás eres de otro modo? Puede que, en tu interior, se esconda algo más puro, más mundano. ¿Simple codicia? Sería una sorpresa ver que me has llamado para tu propio lucro personal. ¡Saborearía ver a tu solitaria familia mientras te enriqueces!
—Yo no soy así.
—El ser humano me ha sorprendido tantas veces, que podría ponerlo en duda. —Un pensamiento pareció sobrevolar la mente del infante—. ¿Sabes? Hubo otro hombre con el que traté una noche como hoy. Era malo, sí, pero aún más tramposo; tanto lo era que decidí visitarle para comprobar tamaño logro. ¿Conoces la historia que hay tras las calabazas que los niños preparan para usar de linternas?
Ángel negó con la cabeza.
—Oh, yo te contaré la historia de mi buen amigo Jack.


                                                           6

Existió una vez un hombre tan astuto y habilidoso que su fama no se quedó sólo en el pueblo en el que vivía, sino que traspasó las fronteras de la humilde villa y aterrizó en las localidades vecinas. Jack era el nombre del afortunado que poseía el don de ganar a las cartas a cualquiera que se cruzase en su camino.
Muchos fueron los que cayeron ante sus hábiles estratagemas. Apuesta tras apuesta se enriqueció de tal manera que hubiese podido comprar su pueblo, aunque todo se lo acababa gastando en bebida.
Sin embargo, Jack no era invencible. Cuando no lograba ganar gracias a su destreza, empleaba las más inteligentes trampas. Nadie sabía que las hacía, por lo que su fama fue creciendo y creciendo, al igual que los litros de cerveza que consumía cada noche, después de cada partida.
Ya fuese el destino, o la simple suerte, la misma noche de difuntos, Jack se encontraba bebiendo, cercana la medianoche, en la taberna que solía concurrir, acompañado por algunos de los habituales. La bebida ya le había alcanzado la cabeza, y apenas si sabía lo que sus labios articulaban.
—Deberías irte a casa ya, Jack —le invitó el dueño del local.
El jugador de cartas le miró con aires de superioridad, y soltó una carcajada despectiva. Era algo habitual en él.
—Nadie me dice lo que debo hacer. ¡Soy Jack! ¡El mejor jugador de todos! ¿Cuántas veces te he llenado este tugurio gracias a mi grandeza?
El tabernero movió la cabeza de un lado a otro, sin hacerle demasiado caso.
—¡Nadie puede desafiarme! Y quien lo haga... —Jack tomó un trago de su cerveza—. ¡Me pagará el bebercio!
—¿Podrías ganar a cualquiera? –preguntó uno de los asiduos.
—¡Podría ganar a las cartas al mismo Diablo! ¡Así lo señalo!
Una vez hubo acabado de beber, salió del establecimiento, dispuesto a llegar a su casa y dormir la borrachera que se había ganado.
Por el solitario camino de tierra que conducía a su hogar, se cruzó con un extraño hombre. Era muy alto, delgado como una espiga, y caminaba dando grandes zancadas. Iba vestido todo de negro y se cubría el rostro con una capucha.
Jack sintió un repentino estremecimiento que amenazó con alejar los efectos del alcohol y empujar sus piernas para que fuesen más rápidamente. Para su sorpresa e inquietud, al volver la vista hacia atrás, pudo contemplar cómo el raro personaje empezaba a seguirle.
En pocos minutos, Jack llegó a su casa, atrancó la puerta, y se metió en la cama. Sin embargo, no pudo pegar ojo, pues sentía que el hombre le había seguido y le observaba desde el exterior de su hogar.
Efectivamente, cuando dejó la cama, y observó por la ventana, pudo ver al singular caminante. Se encontraba de pie, frente a la vivienda, sin hacer un solo movimiento, aunque estaba claro que le había visto.
Jack, a pesar del miedo, intentó no darle importancia. Se acostó de nuevo, pero seguía sin poder dormir, así que, volvió a levantarse y a mirar por la ventana: el desconocido seguía en el mismo lugar.
La curiosidad venció al terror. Salió al exterior y se encaró con la figura.
—¿Quién eres y qué haces aquí? ¿Por qué me acosas?
—Esta noche me has llamado, Jack —dijo el extraño haciendo una reverencia—. Soy el Diablo. He venido a jugar a las cartas contigo.
—¿Por qué iba el Diablo a salir del Infierno para jugar a las cartas conmigo?
—No seas arrogante, Jack. Suelo pasear en la noche de difuntos por la tierra de los hombres, y te escuché. ¿Eres lo bastante bueno a las cartas como para jugar conmigo?
—¿Qué ocurrirá si gano?
—Si ganas, te concederé cualquier cosa. Si pierdes, me quedaré con tu alma. —El Diablo estiró una mano, invitando a Jack a estrecharla.
La idea de negar el ofrecimiento macabro cruzó la mente de Jack. Sólo duró un instante y no consiguió nada.
—De acuerdo —dijo Jack estrechando la mano—. Espera aquí. Tengo que arreglar mi casa y ponerme algo adecuado para vestir.
El Diablo asintió. En realidad, Jack pensaba asegurarse la victoria colocando trampas en las cartas con las que iban a jugar y en la mesa que usarían para la partida.
Una vez hubo acabado de preparar sus engaños, invitó al Diablo a entrar. Ambos se sentaron alrededor de la mesa del salón, dispuestos a jugar por el suculento premio que les esperaba. Jack sonrió por dentro al comprobar que su rival no sospechó nada.
Conforme fue avanzando el juego, la confianza de Jack fue decreciendo. Veía, atónito, como su terrorífico invitado le ganaba mano tras mano.
Entonces, Jack comenzó a recurrir a las trampas y las tornas se cambiaron. El estafador veía cada vez más cerca su premio. Intentaba disimular su alegría, una tarea que, poco a poco, se volvía imposible.
Se encontraban en la última partida cuando el Diablo dejó sus cartas encima de la mesa, enseñando cuáles eran. Jack, sorprendido ante el hecho, pensó que se había rendido a la evidencia: él era el mejor.
—Se acabó la partida, Jack —declaró.
—Entonces he ganado.
—Has hecho trampas. —El Diablo mostró las pequeñas marcas que había en las cartas; una de tantas triquiñuelas por parte de Jack—. ¿Creíste que no me enteraría? Soy el Príncipe de las Mentiras, Jack.
Antes de que pudiese huir el tramposo, el Diablo saltó sobre él. Sin dilación, le arrancó la cabeza, la cual colocó encima de las cartas, sobre la mesa.
—¿Y ahora qué puedo hacer contigo? —se burló el ser.


                                                           7

—¿Entiendes la historia, Ángel? —preguntó el hombre elegantemente trajeado que había sustituido al niño pecoso.
—¿No se puede engañar al Diablo?
—Claro que se me puede engañar, pero no te aconsejo intentarlo; podrías acabar como el bueno de Jack. La moraleja es que ser tan arrogante como para pensar en hacer que caiga en una trampa, es igual de malo que ser un vago insensato.
Una suave brisa se cruzó entre los dos. Un ligero silencio se levantó.
—Pero tú no eres nada de eso, no —afirmó el hombre—. Eres un buen hombre que haría cualquier cosa por su familia. ¿Me equivoco?
—Eso soy.
—No eres la primera persona honesta que acude a mí. Sinceramente, espero que no seas la última. —El hombre miró el cielo; después, se acercó a Ángel—. Dime, después de lo que has escuchado, ¿quieres hacer un pacto conmigo?
Ángel escrutó la mano que le tendía. Pensó en estrechársela de golpe y acabar con aquello en cuestión de segundos. Lo importante era su familia, no él. Lo importante era lograr un acuerdo justo.
No sabía qué hacer, en realidad.
—¿Tenemos un trato? –preguntó de nuevo el hombre.
Ángel tragó saliva.


                                                           8

—Cariño, yo lo veo una tontería.
El chico arrastró a la joven hasta el interior de la panadería que estaba a punto de cerrar. Los únicos que quedaban en la cola eran  un hombre gordo y una mujer de mediana edad.
—No podemos celebrar la noche de difuntos sin ellas, y menos si no las has probado —juró el muchacho.
—Es que siempre he creído que ese tipo de tradiciones son una estupidez. Todo el rollo de las calabazas, las manzanas, los dulces...
—¡Pero están muy ricas!
—¿Qué os pongo? —preguntó la panadera en cuanto les llegó el turno.
—¡Un cuarto de Alas de Ángel! —pidió el chico.
—Buena elección, hijo —comentó una anciana que estaba tras ellos; no la habían visto llegar—. No es ninguna tontería, hija.
La vieja observó los dulces con forma de alas, y sonrió de manera siniestra.
—Están deliciosas y tienen una historia detrás. Como todo en un día como esté. ¿Te la sabes?
La chica negó con la cabeza.
—Será un placer contártela. 

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